viernes, 16 de enero de 2009

Un sola voluntad... la de Lupin.




- Si esas constituyen todas sus pruebas...


- Me queda todavía esta. Después del crimen, tú te marchaste por el mismo camino. Pero cuando te encontrabas en medio del gabinete de los vestidos, te sentiste asaltado por el miedo y debiste de apoyarte sobre la pared para conservar el equilibrio.


- ¿Cómo lo sabe usted? - tartamudeo. Nadie puede saber eso.


- La justicia no; no podía ocurrírsele a ninguno de esos señores del ministerio fiscal el encender una lámpara y examinar las paredes. Pero si lo hubieran hecho, habrían visto sobre la pintura blanca una marca roja muy ligera, pero, sin embargo, lo bastante clara para que en ella esté registrada la huella de la cara anterior de tu dedo pulgar.... de tu dedo pulgar, completamente húmedo de sangre y que tú apoyaste contra la pared. Y tú no ignoras que en antropometría eso constituye uno de los principales medios de identificación.


Víctor Danégre estaba desencajado. Gotas de sudor corrían de su frente. Con los ojos de un hombre enloquecido observaba a aquel extraño que evocaba su crimen lo mismo que si hubiera sido un testigo invisible de aquel. Agachó la cabeza, vencido, impotente. Desde hacía meses luchaba contra todo el mundo. Pero contra este hombre que se hallaba frente a él sentía la impresión que nada podría hacer.


- Si yo le entrego la perla - balbució, ¿cuánto me dará usted?


- Nada.


- ¡Cómo! ¡Usted se burla! ¿Yo voy a darle una cosa que vale miles, centenas de miles, sin recibir nada a cambio? - Sí, recibirás una cosa: la vida. El miserable tembló. Y Grimaudan añadió con un tono casi dulce: - Veamos, Danégre; esa perla no tiene ningún valor para ti. Te es imposible venderla. Entonces, ¿de qué te servirá el conservarla?


- Hay siempre encubridores..., y un día u otro, a no importa qué precio...


- Un día u otro ya será demasiado tarde.


- ¿Por qué? - ¿Por qué? Pues porque la justicia te habrá echado la mano, y esta vez, con las pruebas que yo le proporcionaré, el cuchillo, la llave, la huella de tu pulgar, estás hundido, amigo mío.


Víctor se apretó la cabeza entre las manos y reflexionó. Se sentía perdido, irremediablemente perdido, y al propio tiempo, le invadía un gran cansancio, una inmensa necesidad de reposo y de abandono. Murmuró:


- ¿Cuándo la necesita usted?


Esta noche, antes de una hora.

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