viernes, 23 de enero de 2009

813.


Leer 813

En el mundo entero se produjo una explosión de risa. Ciertamente, la captura de Arsenio Lupin provocó gran sensación, y el público no le regateó a la Policía los elogios que ésta merecía por esa revancha tan largo tiempo esperada y tan plenamente obtenida. El gran aventurero había sido apresado. El héroe extraordinario, genial e invisible, languidecía como los demás presos entre las cuatro paredes de una celda de la prisión de la Santé, aplastado a su vez por esa potencia formidable que se llama Justicia, y que, pronto o tarde, fatalmente, derriba los obstáculos que se le interponen y destruye la obra de sus adversarios.
Y todo eso fue dicho, impreso, repetido, comentado y remachado. El prefecto de Policía recibió la condecoración de la Cruz de Comendador, y el señor Weber, la Cruz de Caballero. Se exaltó la habilidad y el valor de sus modestos colaboradores. Se aplaudió. Se cantó victoria. Se escribieron artículos y se pronunciaron discursos.
Sea. Pero, no obstante, hubo algo que dominaba ese maravilloso concierto de elogios, esa alegría trepidante, y fue una risa loca, enorme, espontánea, inextinguible y tumultuosa.¡Arsenio Lupin, desde hacía cuatro años, era el jefe de la Seguridad!Y lo era desde hacía cuatro años. Lo era en la realidad, legalmente, con todos los derechos que ese título confiere, y con la estima de sus jefes, el favor del Gobierno y la admiración de todo el mundo.
Desde hacía cuatro años, la tranquilidad de los ciudadanos y la defensa de la propiedad habían estado confiados a Arsenio Lupin. Éste velaba por el cumplimiento de la ley. Protegía al inocente y perseguía al culpable.
¡Y qué servicios había prestado! Jamás el orden se había visto menos turbado, ni nunca el crimen había sido descubierto con mayor seguridad y más rapidez. Recuérdese, si no, el asunto Denizou, el robo del Banco Crédit Lyonnais, el ataque al rápido de Orleáns, el asesinato del barón Dorf... O sea, otros tantos triunfos imprevistos y fulminantes como el rayo y otras tantas proezas que podrían compararse con las más célebres victorias de los más ilustres policías.
En otra época, en uno de sus discursos con motivo del incendio del Louvre y la captura de los culpables, el presidente del Consejo, Valonglay, para defender la forma un poco arbitraria en que el señor Lenormand había procedido, exclamó:
—Por su clarividencia, por su energía, por sus cualidades de decisión y de ejecución, por sus procedimientos inesperados, por sus recursos inagotables, el señor Lenormand nos recuerda al único hombre que, si hubiera vivido todavía, le hubiese podido hacer frente, es decir, Arsenio Lupin. El señor Lenormand es un Arsenio Lupin al servicio de la sociedad.
Y he aquí que, en realidad, el señor Lenormand no era otro sino el propio Arsenio Lupin.El que fuese un príncipe ruso importaba poco. Lupin estaba acostumbrado a esas metamorfosis. Pero ¡que fuese jefe de Seguridad! ¡Qué encantadora ironía! ¡Qué fantasía en la conducción de esta vida extraordinaria entre las más extraordinarias!
¡El señor Lenormand! ¡Arsenio Lupin!¡Qué gran comedia! ¡Qué admirable bluff!. ¡Qué farsa monumental y reconfortante en nuestra época de abulia. A pesar de estar prisionero, a pesar de estar vencido irremediablemente, Lupin, no obstante, era el gran vencedor. Desde su celda irradiaba su personalidad sobre París. Ahora más que nunca era el ídolo, más que nunca el amo y señor.

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