martes, 1 de noviembre de 2011

La aguja hueca


Inmediatamente, sobre la hierba pisoteada, se observó el paso del fugitivo. En dos lugares se descubrieron huellas de sangre ennegrecida, ya casi seca. Después de la curva de la arcada, que marcaba la extremidad del claustro, ya no había nada, pues la na?turaleza del suelo, tapizado de agujas de pino, no se prestaba a registrar la huella de ningún cuerpo. Pero, entonces, ¿cómo el herido había podido escapar a la vista de la joven, de Victor y de Albert? Unas malezas, que los criados y los gendarmes habían registrado, y unas piedras sepulcrales bajo las cuales habían buscado..., y eso era todo.


El juez de instrucción mandó al jardinero, que tenía la llave, que le abriera la Capilla Divina, verdadera joya de la escultura, que el tiempo y las revoluciones habían respetado, y que siempre fue considerada, con las finas cinceladuras de su pórtico y la menuda multitud de sus estatuillas, como una de las maravillas del estilo gótico normando. La capilla, muy simple en su interior, sin ningún otro ornamento que su altar de mármol, no ofrecía ningún refugio. Por lo demás, en primer lugar, hubiera sido necesario introducirse en ella. ¿Y por qué medio?
La inspección llegó hasta la pequeña puerta que servía de entrada a los visitantes de las ruinas. Aquella daba al camino hondo y cerrado entre el recinto y un bosque cortado con frecuencia, donde se veían canteras abandonadas. El señor Filleul se inclinó: el polvo del camino presentaba marcas de neumáticos con cubiertas antideslizantes. De hecho, Raymonde y Victor habían creído oír, después del disparo de escopeta, el ronquido de un auto. El juez de instrucción insinuó:

–Seguramente el herido se reunió con sus cómplices.

–Imposible –exclamó Victor–. Yo estaba allí, mientras la señorita y Albert lo veían aún.

–Bueno; aun así, es preciso que ese individuo se encuentre en alguna parte. O está dentro o está fuera.
–Está aquí –dijeron los criados con terquedad.

El juez se encogió de hombros y se volvió hacia el castillo con bastante calma. Decididamente, el asunto se presentaba mal. Con un robo en el que nada había sido robado y un prisionero invisible, la cosa no era para sentirse muy satisfecho.

Era tarde. El señor de Gesvres invitó a los magistrados a almorzar, así como a los dos periodistas. Co?mieron en silencio, y luego el señor Filleul regresó al salón, donde interrogó a los criados. Pero por el lado del patio resonó el trote de un caballo, y un momento después el gendarme a quien habían enviado a Dieppe penetró en la estancia.

–Bien. ¿Ha visto usted al sombrerero? –exclamó el juez, impaciente por obtener al fin algún informe.

–La gorra le fue vendida a un chófer.

–¡A un chófer!

–Sí, a un chófer que se detuvo con su coche de?lante del establecimiento y que preguntó si po?dían proporcionarle para un cliente suyo una gorra de chófer, de cuero amarillo. Quedaba ésta. La pagó sin siquiera preocuparse de la medida y se marchó. Tenía mucha prisa.

–¿Y de qué clase era el coche?

–Un cupé de cuatro asientos.
–¿Y qué día fue eso?

–¿Qué día? Pues esta misma mañana.

–¿Esta mañana? ¿Qué es lo que usted dice?

–Que la gorra fue comprada esta mañana.

–Pero eso es imposible, puesto que fue encontrada esta noche en el parque. Para ello hubiera sido preciso que hubiese sido comprada con anterioridad.

–Pues fue esta mañana. Me lo dijo el sombrerero.

Hubo unos instantes de desconcierto. El juez de instrucción, estupefacto, trataba de comprender. De pronto dio un salto, iluminado por un rayo de luz.

–Que traigan aquí al chófer que nos transportó esta mañana.
El brigadier de la Gendarmería y su subordinado corrieron presurosos hacia las caballerizas. Al cabo de unos minutos el brigadier regresaba solo.

–¿Y el chófer?
–Hizo que le sirvieran de comer en la cocina, almorzó y después...
–Después, ¿qué?

–Después desapareció.

–¿Con su coche?

–No. Con el pretexto de ir a ver a un pariente en Ouville, pidió prestada la bicicleta del palafrenero. Aquí están su gorra y su chaqueta.

–Pero ¿no se fue con la cabeza descubierta?

–Sacó del bolsillo una gorra y se la puso.
–¿Una gorra?
–Sí, una gorra de cuero amarillo, al parecer.

–¿De cuero amarillo? No puede ser, porque está aquí.

–En efecto, señor juez de instrucción, pero la suya es igual.

El fiscal suplente sonrió ligeramente con sorna.

–¡Muy gracioso! ¡Muy divertido! Hay dos gorras... Una, que era la verdadera y que constituía nuestro único elemento de prueba, se fue sobre la ca?beza del seudochófer. La otra, la falsa, la tiene usted entre las manos. ¡Ah! Ese magnífico sujeto nos la ha jugado limpiamente.

–¡Que lo capturen! ¡Que lo traigan aquí! –gritó el señor Filleul–. Brigadier Quevillon, que salgan dos de sus hombres a caballo y al galope.

–Ya está lejos –comentó el fiscal suplente.

–Por lejos que esté, es completamente preciso que le echen la mano.

–Yo así lo espero, pero creo, señor juez de instrucción, que nuestros esfuerzos deben concentrarse sobre todo aquí. Tenga la bondad de leer el papel que acabo de encontrar en los bolsillos del abrigo.

–¿De qué abrigo?

–El del chófer.

Y el fiscal suplente le tendió al señor Filleul un papel doblado en cuatro en el que podían leerse estas breves palabras escritas a lápiz y con una letra un tanto vulgar:

"Ay de la señorita, si ha matado al patrón"

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