Los dos batientes se abrieron de golpe. Con tres saltos, Gorgeret entró hasta el umbral de la sala, empuñando el revólver.
Raoul estaba plantado frente a la muchacha, ocultándola.
—¡Arriba las manos o disparo! —gritó furioso Gorgeret.
Raoul, que estaba a cinco pasos de él, bromeó:
—¡Qué vulgar eres! ¡Siempre la misma fórmula idiota! ¿Acaso crees que vas a disparar contra mí, Raoul?
—¡Contra ti, Lupin! —exclamó Gorgeret triunfante.
—¡Ah! ¿Sabes mi nombre?
—Así pues, ¿confiesas?
—Siempre se confiesan los títulos de nobleza.
Gorgeret repitió:
—Arriba las manos o si no disparo.
—¿Incluso sobre Clara?
—Incluso si ella estuviera aquí.
—Ella está aquí, cretino.
Los ojos de Gorgeret saltaron de sus órbitas. Su brazo cayó. ¡Clara! ¡La pequeña rubia que acababa de entregar al marqués d'Erlemont! ¿Era posible aquello...? No. Enseguida la cosa le pareció fuera de toda posibilidad. Si verdaderamente era Clara, y lo era, sobre eso no había duda, entonces tenía que llegar a la conclusión que la otra mujer...
—Vamos —bromeó Raoul—. Caliente, caliente. Todavía un pequeño esfuerzo y ya está. ¡Claro que sí, estúpido! Hay dos... una que llegaba de su pueblo y a la que tú te dedicaste, confundiéndola con Clara, y la otra...
—La amante del gran Paul.
—¡Qué imbécil! —respondió Raoul—. Se diría que eres el marido de la adorable Zozotte.
Gorgeret, furioso, estimulando a sus hombres, vociferó:
—¡Agarradme a ese tipo! ¡Si te mueves te tumbo de un disparo!
Los dos hombres se lanzaron contra él. Raoul saltó sobre sí mismo. Ambos recibieron un puntapié en el vientre. Retrocedieron.
—Esta es una broma de mi estilo —gritó Raoul—. El truco del doble zapato.
Sonó un disparo pero Gorgeret había tirado de manera que la bala no alcanzara a nadie. Raoul estalló en una carcajada.
—¡Has estropeado mi cornisa! ¡Qué estúpido! Eres demasiado imbécil y te has lanzado a la aventura sin tomar precauciones. Adivino lo que ha pasado. Alguien te ha comunicado mi dirección y tú has corrido hacia aquí como un toro que ve rojo. Te harían falta veinte de tus camaradas, compañero.
—¡Habrá cien, mil! —gruñó Gorgeret, volviéndose al oír el ruido de un coche que se detenía en la calle.
—Tanto mejor —dijo Raoul—. Ya me empezaba a aburrir.
—Esta vez estás perdido.
Gorgeret quiso salir de la sala para dar instrucciones a los refuerzos. Cosa extraña. La puerta, que desde el principio se había cerrado a su espalda, no se abría a pesar de sus esfuerzos.
—No te canses, compañero —le aconsejó Raoul—. La puerta se cierra con llave sola. Y es maciza. De madera de ataúd.
En voz baja le dijo a Clara:
—Cuidado, querida. Fíjate en lo que va a pasar ahora.
Corrió hacia lo que quedaba del antiguo tabique que habían suprimido para convertir las dos habitaciones en una sola.
Gorgeret, comprendiendo que perdía el tiempo, se decidió a terminar el asunto sin importarle el medio. Volvía al ataque gritando:
—¡Disparad sobre él, matadle! ¡Va a escapar!
Raoul apretó un botón y, mientras los agentes preparaban sus armas, un telón de acero cayó del techo limpiamente, como una maza, separando la pieza en dos, mientras que los postigos se cerraban desde el interior.
—¡Crac! ¡Crac! —bromeó Raoul—. ¡La guillotina! Gorgeret tiene el cuello cortado. ¡Adiós, Gorgeret!
Tomó de encima del bufet una botella y llenó de agua dos vasos.
—Bebe, querida.
—Vámonos, huyamos —dijo ella asustada.
—No temas, muñeca.
Insistió en que bebiera mientras vaciaba su vaso Estaba muy tranquilo y no vacilaba.
—¿Les oyes, al otro lado? Están en el bote, como las sardinas. Cuando cae el telón, los postigos se bloquean automáticamente. Los hilos eléctricos se cortan. La oscuridad es total. Una fortaleza impenetrable desde el exterior y una cárcel desde el interior. ¿Qué le parece?
Pero la muchacha no tenía el ánimo dispuesto para el entusiasmo. Raoul la besó en la boca, lo que la animó.
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