domingo, 31 de julio de 2011

La señorita de los ojos verdes.

¡La señorita de los ojos verdes! ¡La más graciosa y la más seductora mujer que nunca había encontrado, surgía de la sombra criminal! ¡La más radiante imagen aparecía bajo aquella máscara innoble de ladrona y asesina! ¡La señorita de los ojos color verde de jade, hacia quien su instinto de hombre le había empujado desde el primer instante y que ahora volvía a encontrar, con aquella blusa manchada de sangre, con el rostro desencajado, en compañía de dos temibles asesinos y, al igual que ellos, asaltando, asesinando, sembrando la muerte y el terror!






—¿Oiga, la prefectura? Póngame en comunicación con el señor Philippe. De parte del señor Marescal.

Entonces, volviéndose hacia la muchacha, le aplicó al oído el receptor libre.

Aurélie no se movió.

Al otro extremo de la línea, una voz replicó. El diálogo, fue breve.


—¿Eres tú, Philippe?

—¿Marescal?

—Sí. Escucha. Junto a mí hay una persona a quien querría dar una certidumbre. Responde claramente a mis preguntas.

—Habla.


—¿Dónde estabas esta mañana, al mediodía?

—En el calabozo de la prefectura, como me habías pedido. He recibido al individuo que Labonce y Tony traían de tu parte.

—¿Dónde le habíamos arrestado?

—En el apartamento de la calle de Courcelles, donde vive, frente mismo de la casa de Brégeac.

¿Lo han registrado?

—Ante mí.

—¿Bajo qué nombre?

—Barón de Limézy.

—¿Inculpado de qué?

—De ser el jefe de los bandidos del asunto del rápido.

—¿Le has visto desde esta mañana?

—Sí, ahora mismo en el servicio antropométrico. Está todavía allí.

—Gracias Philippe. Es todo lo que quería saber. Adiós. —Colgó el receptor y exclamó:

—¡Ves, mi bella Aurélie, donde está el salvador! ¡Encerrado! ¡Esposado!

Ella pronunció:

—Ya lo sabía.

Marescal lanzó una carcajada:

—¡Lo sabía! ¡Y, sin embargo, le esperaba! ¡Ah, es curioso! ¡Tiene toda la policía y toda la justicia a sus espaldas! ¡Es un pingajo, un harapo, una brizna de paja, una pompa de jabón, y todavía le espera! ¡Los muros de la prisión se derrumbarán! ¡Los guardias le traerán hasta aquí en automóvil! ¡Helo aquí! ¡Entrará por la chimenea, por el techo!

Estaba fuera de sí y sacudía brutalmente a la muchacha por la espalda, pero ella permanecía impasible y distraída.

—¡No puedes hacer nada, Aurélie! ¡Ya no te queda esperanza! El salvador está perdido. El barón está emparedado. Y dentro de una hora, te habrá llegado el momento, mi preciosa. ¡Te cortarán el pelo! ¡Saint-Lazare, el tribunal! ¡Ah, pillina! Ya he llorado bastante por tus hermosos ojos verdes, ahora les toca el turno a ellos...

No terminó la frase. Detrás de él Brégeac se había levantado y le había agarrado el cuello con una de sus manos febriles. El acto había sido espontáneo. Desde el primer segundo en que Marescal había tocado el hombro de la muchacha, Brégeac se había deslizado hacia él, trastornado por tal ultraje. Marescal se inclinó bajo aquel impulso y los dos hombres rodaron por el suelo.

El combate fue encarnizado. Uno y otro ponían una rabia que su rivalidad odiosa exacerbaba; Marescal era más vigoroso y más poderoso, pero Brégeac actuaba con tal furor que el desenlace fue incierto durante mucho tiempo.

Aurélie les miraba con horror, pero no se movía. Ambos eran enemigos suyos, igualmente execrables.

Por fin Marescal, que se había sacudido la garra de aquellas manos asesinas, intentaba visiblemente alcanzar su bolsillo para sacar el browning. Pero el otro le torcía el brazo y todo lo que pudo hacer fue sacar su silbato que colgaba de la cadena del reloj. Resonó un silbido estridente. Brégeac redobló sus esfuerzos para agarrar de nuevo a su enemigo por el cuello. La puerta se abrió. Una silueta saltó y se precipitó sobre los adversarios. Casi en el momento en que Marescal se vio libre, Brégeac vio a diez centímetros de sus ojos el cañón de un revólver.

—¡Bravo Sauvinoux! —gritó Marescal—. El incidente le será tenido en cuenta, amigo mío.

Su cólera era tan aguda que cometió la cobardía de escupir sobre el rostro de Brégeac.

—¡Miserable! ¡Bandido! ¿Y te imaginas que te verás libre por tan poco precio? Tu dimisión para empezar, y a continuación... El ministro lo exige... La tengo en el bolsillo. No tienes más que firmar.

Exhibió un papel.

—Tu dimisión y las confesiones de Aurélie. Lo he redactado todo de antemano... Tu firma, Aurélie... Toma, lee...: «Confieso que he participado en el crimen del rápido, el 26 de abril último, que he disparado sobre los hermanos Loubeaux... Confieso que...» En fin, toda la historia resumida... No vale la pena leerla... ¡Firma! ¡No perdamos tiempo!

Había mojado su pluma de tinta y se obstinaba en hacérsela coger por la fuerza.

Lentamente, Aurélie separó la mano del comisario, cogió la pluma y firmó, según la voluntad de Marescal, sin tomarse la molestia de leer. Rubricó. La mano no temblaba en absoluto.

—¡Ah! —exclamó él con un suspiro de alegría—. ¡Ya está! No creía que iría tan rápido. Una buena actitud, Aurélie. Has comprendido la situación. ¿Y tú, Brégeac?

Sacudió la cabeza. Se negaba a firmar.

—¡Vaya! ¿Con que ésas tenemos? ¿El señor no quiere? ¿El señor se figura que va a permanecer en su puesto? ¿Por el honor de ser el padrastro de una criminal, quizá? ¡Ah, ésta sí que es buena! ¿Y continuarás dándome órdenes, Brégeac, a mí, a Marescal? ¡No me digas! ¡Se te ocurre cada cosa, camarada! ¿Crees acaso que el escándalo no será suficiente para desarmarte y que mañana, cuando se lea en los periódicos el arresto de la pequeña tú no te verás obligado a...?

Los dedos de Brégeac se cerraron alrededor de la pluma que Marescal le tendía. Leyó el texto de dimisión. Vaciló.

Aurélie le dijo:

—Firme, señor.

Firmó.













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