Descargar la novela en esta liga:
La condesa de Cagliostro.
Capítulo I
Arsenio Lupin a los veinte años
Después de haber apagado la linterna, Raúl d’Andrésy dejó la bicicleta detrás de un
terraplén cubierto de maleza. En ese momento dieron las tres en el campanario de
Bénouville.
Se hundió en la sombra espesa de la noche y siguió el sendero que llevaba a la
finca de la Haie d’Etigues, hasta llegar al cerco. Aguardó. Caballos que relinchaban,
ruedas que retumbaban en el pavimento de un patio, ruido de cascabeles, los dos
batientes de la puerta abiertos de golpe… y un break pasó. Raúl tuvo apenas tiempo
de oír voces de hombre y de distinguir el cañón de una escopeta. El coche llegaba ya
al camino principal y desaparecía hacia Etretat.
—Bueno —se dijo, la caza a los pájaros-bobos es apasionante y la roca donde se
encuentran está lejos… voy a saber por fin qué significan esta cacería improvisada y
todas estas idas y venidas.
Raúl caminó por su izquierda, contorneó la muralla y, después de superar el
segundo ángulo, dio cuarenta pasos y se detuvo. Con una de las dos llaves que
llevaba en la mano abrió una portezuela baja que atravesó para subir por la escalera
tallada en el hueco de una vieja muralla derruida que rodeaba una de las alas del
castillo. Con la segunda, abrió una puerta secreta, al nivel del primer piso.
Encendió la linterna sin demasiadas precauciones, ya que no ignoraba que los
sirvientes vivían al otro lado y que Clarisa d’Etigues, la única hija del barón, vivía en
el segundo piso. Siguió un largo corredor que lo condujo hasta una amplia biblioteca.
Allí mismo, algunas semanas antes, Raúl había pedido al barón la mano de su hija y
había sido rechazada con tal violencia que aún conservaba un mal recuerdo.
Un espejo le devolvió su pálido rostro de adolescente, más pálido aún que de
costumbre. Sin embargo, habituado a las emociones, permaneció tranquilo y,
fríamente, se puso manos a la obra.
No le costó mucho. El día de su entrevista con el barón había observado que éste
miraba con preocupación el gran escritorio de caoba que estaba mal cerrado. Raúl
conocía todos aquellos lugares donde puede ocultarse algo y los mecanismos que
había que usar para violarlos. Poco después encontró en una hendidura una carta
escrita en papel muy fino, sin firma ni señas, enrollada como un cigarro.
Examinó la carta, cuyo texto le pareció, en principio, demasiado banal para
ocultarla con tanto cuidado. Así, gracias al minucioso trabajo de subrayar las palabras
significativas y de omitir ciertas frases destinadas, evidentemente, a rellenar huecos,
pudo reconstruir lo siguiente:
www.lectulandia.com - Página 6
Capítulo I
Arsenio Lupin a los veinte años
Después de haber apagado la linterna, Raúl d’Andrésy dejó la bicicleta detrás de un
terraplén cubierto de maleza. En ese momento dieron las tres en el campanario de
Bénouville.
Se hundió en la sombra espesa de la noche y siguió el sendero que llevaba a la
finca de la Haie d’Etigues, hasta llegar al cerco. Aguardó. Caballos que relinchaban,
ruedas que retumbaban en el pavimento de un patio, ruido de cascabeles, los dos
batientes de la puerta abiertos de golpe… y un break pasó. Raúl tuvo apenas tiempo
de oír voces de hombre y de distinguir el cañón de una escopeta. El coche llegaba ya
al camino principal y desaparecía hacia Etretat.
—Bueno —se dijo, la caza a los pájaros-bobos es apasionante y la roca donde se
encuentran está lejos… voy a saber por fin qué significan esta cacería improvisada y
todas estas idas y venidas.
Raúl caminó por su izquierda, contorneó la muralla y, después de superar el
segundo ángulo, dio cuarenta pasos y se detuvo. Con una de las dos llaves que
llevaba en la mano abrió una portezuela baja que atravesó para subir por la escalera
tallada en el hueco de una vieja muralla derruida que rodeaba una de las alas del
castillo. Con la segunda, abrió una puerta secreta, al nivel del primer piso.
Encendió la linterna sin demasiadas precauciones, ya que no ignoraba que los
sirvientes vivían al otro lado y que Clarisa d’Etigues, la única hija del barón, vivía en
el segundo piso. Siguió un largo corredor que lo condujo hasta una amplia biblioteca.
Allí mismo, algunas semanas antes, Raúl había pedido al barón la mano de su hija y
había sido rechazada con tal violencia que aún conservaba un mal recuerdo.
Un espejo le devolvió su pálido rostro de adolescente, más pálido aún que de
costumbre. Sin embargo, habituado a las emociones, permaneció tranquilo y,
fríamente, se puso manos a la obra.
No le costó mucho. El día de su entrevista con el barón había observado que éste
miraba con preocupación el gran escritorio de caoba que estaba mal cerrado. Raúl
conocía todos aquellos lugares donde puede ocultarse algo y los mecanismos que
había que usar para violarlos. Poco después encontró en una hendidura una carta
escrita en papel muy fino, sin firma ni señas, enrollada como un cigarro.
Examinó la carta, cuyo texto le pareció, en principio, demasiado banal para
ocultarla con tanto cuidado. Así, gracias al minucioso trabajo de subrayar las palabras
significativas y de omitir ciertas frases destinadas, evidentemente, a rellenar huecos,
pudo reconstruir lo siguiente:
No hay comentarios:
Publicar un comentario