jueves, 30 de marzo de 2023

La condesa de Cagliostro.

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La condesa de Cagliostro.

Capítulo I

Arsenio Lupin a los veinte años

Después de haber apagado la linterna, Raúl d’Andrésy dejó la bicicleta detrás de un

terraplén cubierto de maleza. En ese momento dieron las tres en el campanario de

Bénouville.

Se hundió en la sombra espesa de la noche y siguió el sendero que llevaba a la

finca de la Haie d’Etigues, hasta llegar al cerco. Aguardó. Caballos que relinchaban,

ruedas que retumbaban en el pavimento de un patio, ruido de cascabeles, los dos

batientes de la puerta abiertos de golpe… y un break pasó. Raúl tuvo apenas tiempo

de oír voces de hombre y de distinguir el cañón de una escopeta. El coche llegaba ya

al camino principal y desaparecía hacia Etretat.

—Bueno —se dijo, la caza a los pájaros-bobos es apasionante y la roca donde se

encuentran está lejos… voy a saber por fin qué significan esta cacería improvisada y

todas estas idas y venidas.

Raúl caminó por su izquierda, contorneó la muralla y, después de superar el

segundo ángulo, dio cuarenta pasos y se detuvo. Con una de las dos llaves que

llevaba en la mano abrió una portezuela baja que atravesó para subir por la escalera

tallada en el hueco de una vieja muralla derruida que rodeaba una de las alas del

castillo. Con la segunda, abrió una puerta secreta, al nivel del primer piso.

Encendió la linterna sin demasiadas precauciones, ya que no ignoraba que los

sirvientes vivían al otro lado y que Clarisa d’Etigues, la única hija del barón, vivía en

el segundo piso. Siguió un largo corredor que lo condujo hasta una amplia biblioteca.

Allí mismo, algunas semanas antes, Raúl había pedido al barón la mano de su hija y

había sido rechazada con tal violencia que aún conservaba un mal recuerdo.

Un espejo le devolvió su pálido rostro de adolescente, más pálido aún que de

costumbre. Sin embargo, habituado a las emociones, permaneció tranquilo y,

fríamente, se puso manos a la obra.

No le costó mucho. El día de su entrevista con el barón había observado que éste

miraba con preocupación el gran escritorio de caoba que estaba mal cerrado. Raúl

conocía todos aquellos lugares donde puede ocultarse algo y los mecanismos que

había que usar para violarlos. Poco después encontró en una hendidura una carta

escrita en papel muy fino, sin firma ni señas, enrollada como un cigarro.

Examinó la carta, cuyo texto le pareció, en principio, demasiado banal para

ocultarla con tanto cuidado. Así, gracias al minucioso trabajo de subrayar las palabras

significativas y de omitir ciertas frases destinadas, evidentemente, a rellenar huecos,

pudo reconstruir lo siguiente:

www.lectulandia.com - Página 6

 Capítulo I

Arsenio Lupin a los veinte años

Después de haber apagado la linterna, Raúl d’Andrésy dejó la bicicleta detrás de un

terraplén cubierto de maleza. En ese momento dieron las tres en el campanario de

Bénouville.

Se hundió en la sombra espesa de la noche y siguió el sendero que llevaba a la

finca de la Haie d’Etigues, hasta llegar al cerco. Aguardó. Caballos que relinchaban,

ruedas que retumbaban en el pavimento de un patio, ruido de cascabeles, los dos

batientes de la puerta abiertos de golpe… y un break pasó. Raúl tuvo apenas tiempo

de oír voces de hombre y de distinguir el cañón de una escopeta. El coche llegaba ya

al camino principal y desaparecía hacia Etretat.

—Bueno —se dijo, la caza a los pájaros-bobos es apasionante y la roca donde se

encuentran está lejos… voy a saber por fin qué significan esta cacería improvisada y

todas estas idas y venidas.

Raúl caminó por su izquierda, contorneó la muralla y, después de superar el

segundo ángulo, dio cuarenta pasos y se detuvo. Con una de las dos llaves que

llevaba en la mano abrió una portezuela baja que atravesó para subir por la escalera

tallada en el hueco de una vieja muralla derruida que rodeaba una de las alas del

castillo. Con la segunda, abrió una puerta secreta, al nivel del primer piso.

Encendió la linterna sin demasiadas precauciones, ya que no ignoraba que los

sirvientes vivían al otro lado y que Clarisa d’Etigues, la única hija del barón, vivía en

el segundo piso. Siguió un largo corredor que lo condujo hasta una amplia biblioteca.

Allí mismo, algunas semanas antes, Raúl había pedido al barón la mano de su hija y

había sido rechazada con tal violencia que aún conservaba un mal recuerdo.

Un espejo le devolvió su pálido rostro de adolescente, más pálido aún que de

costumbre. Sin embargo, habituado a las emociones, permaneció tranquilo y,

fríamente, se puso manos a la obra.

No le costó mucho. El día de su entrevista con el barón había observado que éste

miraba con preocupación el gran escritorio de caoba que estaba mal cerrado. Raúl

conocía todos aquellos lugares donde puede ocultarse algo y los mecanismos que

había que usar para violarlos. Poco después encontró en una hendidura una carta

escrita en papel muy fino, sin firma ni señas, enrollada como un cigarro.

Examinó la carta, cuyo texto le pareció, en principio, demasiado banal para

ocultarla con tanto cuidado. Así, gracias al minucioso trabajo de subrayar las palabras

significativas y de omitir ciertas frases destinadas, evidentemente, a rellenar huecos,

pudo reconstruir lo siguiente:


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